Doña Valentina Palma de Abreu, 49 años, viuda desde sus 41, se despertó
bruscamente a las dos de la madrugada. Le pareció que el ruido venía del salón.
Sin encender la luz, y así como estaba, en camisón, dejó la cama y caminó con pasos
afelpados hacia el ambiente mayor del confortable piso. Entonces sí encendió la
luz. Tres metros más allá, de pie y con expresión de desconcierto, estaba un
hombre joven, de vaqueros azules y gabardina desabrochada.
–
¡Hola! –dijo ella. Debido tal vez a la brevedad del
saludo, logró no tartamudear.
– Usted perdone –dijo el intruso–. Me habían
informado que usted estaba de viaje. Pensé que no había nadie.
–
Ah. ¿Y a qué se debe la visita?
–
Tenía la intención de llevarme algunas cositas.
–
¿Cómo pudo entrar?
–
Por la cocina. No tuve que forzar la cerradura. En
estas lides soy bastante habilidoso.
–
¿Puedo saber si está armado?
–
No me ofenda. Siempre averiguo antes de llevar a
cabo una operación. Esta vez no me informé bien, lo reconozco. Pero sólo decido
operar cuando estoy seguro de que no voy a encontrar a nadie. Y si es así,
¿para qué necesito armas?
–
¿Y qué cositas le habrían interesado? Me imagino
que sabrá que a esta hora intempestiva no es fácil largarse con un televisor de
22 pulgadas
o un horno microondas, o una porcelana de Lladró.
– ¿Tiene todo eso? Enhorabuena. Pero en estas
excursiones de medianoche no me dedico a mercaderías de difícil transporte.
Prefiero joyas, dinero en efectivo (si es posible, dólares, o en todo caso
marcos), alguna antigüedad más bien chiquita, que quepa en un bolsillo de la
gabardina. Cosas así, de buen gusto, de escaso riesgo o fáciles de convertir en
vil metal.
–
¿Desde cuándo se dedica a una profesión tan
lucrativa y con tanto futuro?
– Dos
años y cuatro meses.
Mario Benedetti:
Buzón de tiempo
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